Se van a cumplir 80 años desde aquel lejano 20 de julio de 1936, y en este año de fastos cervantinos, una fecha tan importante como el inicio de una de las mayores tragedias de nuestra historia, la Guerra Civil española, va a pasar desapercibida. Yo creo que ese hecho tuvo suficiente entidad en esta ciudad para ser recordado con este modesto artículo.

En Alcalá de Henares este acontecimiento tuvo un prólogo, que probablemente condicionó el desarrollo posterior de los hechos. Dos meses antes, el 15 de mayo de 1936, había tenido lugar uno más de los enfrentamientos entre las fuerzas de Caballería establecidas en esta ciudad desde el siglo anterior y el pueblo alcalaíno, que veía en esa presencia uno de los obstáculos para sus reivindicaciones sociales. El Gobierno republicano decidió finalmente intervenir. Los cambios políticos producidos tras el triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero habían aupado al alcalaíno Manuel Azaña primero a la jefatura del Gobierno y luego, el 10 de mayo, a la Presidencia de la República. Azaña, que conocía muy bien el ambiente de su ciudad natal y la importancia del problema militar, debió influir en la decisión finalmente adoptada por el nuevo jefe del Gobierno, Santiago Casares Quiroga.

El día 17 de mayo de ordenó al jefe militar de la plaza, General Manuel de Alcázar, la salida de los regimientos de Caballería Villarobledo, número 1 y Calatrava número 2 hacia Palencia y Salamanca, respectivamente. Para sustituir a esas fuerzas militares vendrían de esas ciudades un Batallón de Infantería Ciclista y el 7º Batallón de Zapadores- Minadores, ambas unidades de reciente creación y, por tanto, de supuesta lealtad republicana; por lo menos la de sus jefes, los tenientes coroneles Monterde y Azcárate, era intachable, como demostraron ese 20 de julio. Habían circulado rumores de una posible combinación militar que afectaría a las fuerzas de caballería, pero es muy sospechoso que ésta se produjera inmediatamente después de los sucesos de mayo. Al parecer, la decisión gubernamental se tomó después de la petición formulada al Ministerio del Ejército por la Asamblea local del PSOE, que solicitó el cambio de guarnición después de una reunión celebrada en la Casa del Pueblo.

El traslado de las fuerzas militares se produjo en trenes militares, siendo necesarios más de quince con cuarenta o cincuenta unidades cada uno. En la estación hubo muchas personas que despidieron el convoy militar, según reflejaba el artículo aparecido en el periódico local El Eco de Alcalá, aunque conociendo la filiación derechista del su director, Ventura Corral, y la enemistad hacia el ejército latente en amplios sectores obreros de la ciudad, se puede suponer que no fueron alcalaínos de toda clase y condición quienes acudieron a despedir a los escuadrones de Caballería.

El traslado se ordenó con tanta premura que muchos oficiales se negaron a marchar con la excusa de no dejar en Alcalá a sus familias solas en un ambiente hostil. En el Gobierno es estimó que eso equivalía a una actitud de insumisión, por lo que se mandó venir a Alcalá de Henares una compañía de guardias de Asalto para que procedieran a su detención y evitaran posibles incidentes en la población. Muchos oficiales fueron detenidos y enviados a la prisión militar de Guadalajara, con lo que el tren que llevaba a las fuerzas de Caballería llevaba a la tropa, los pertrechos y los caballos, pero no iban acompañados de sus jefes y oficiales. El incidente fue considerado de tal gravedad que fueron juzgados en un Consejo de Guerra, en el que el coronel Plácido Gete fue condenado a 12 años por insubordinación y el resto a penas menores. Algunos oficiales condenados fueron recluidos en Pamplona, donde fueron pronto visitados por los conspiradores, y otros en Palma de Mallorca, donde tendrían un papel fundamental en el golpe militar de la isla y en la derrota de las fuerzas republicanas que pretendían ocuparla desde Menorca. Eso llevó a las nuevas autoridades franquistas a dedicar a estos militares una calle, con el nombre de Jinetes de Alcalá, nombre que han perdido por la reciente aplicación de la Ley de Memoria Histórica.

Los hechos acaecidos produjeron un gran escándalo a nivel nacional, hasta el punto de ser objeto de una interpelación parlamentaria del diputado del Bloque Nacional  Calvo Sotelo en la sesión de las Cortes que tuvo lugar el 16 de junio. El mismo general Franco hace alusión a los hechos en una carta que envió al jefe del Gobierno Casares Quiroga ese mismo mes. Todo ello contribuyó a acrecentar el malestar en las filas del ejército. Entre los oficiales circuló un manifiesto clandestino en el que se exponía lo siguiente: “A los oficiales del Ejército español: estamos ya en el límite de nuestra paciencia. Se nos quiere poner en el trance de la desesperación. Lo ocurrido en Alcalá de Henares demuestra cuales son los intentos de los que un día y otro, para arruinar definitivamente a la Patria, intentar deshacer lo que aún queda de noble y heroico en las filas de nuestro ejército”. La arenga concluía pidiendo lealtad y adhesión: “Ahora nos toca más estar al lado incondicionalmente de nuestros compañeros. Los que están arruinando España no tienen derecho a ser respetados. Los que no cumplen con sus derechos patrióticos y están hechos al servicio de Moscú, carecen de autoridad para juzgar y mandar. ¡Por la libertad y la gloria de España, ahora más que nunca unidos, y siempre alerta! ¡Viva España!”. Ese era el ambiente que se respiraba en el estamento castrense esa primavera.

El cambio de guarniciones militares produjo el desbaratamiento de los contactos establecidos por algunos activistas de la derecha alcalaína y oficiales de los regimientos de Caballería para una posible sublevación. En un editorial publicado en el periódico local Nuevo Alcalá muchos años después de que se produjeran estos hechos, se reconocía que dichos contactos habían tenido lugar: “Dado el ambiente caótico nacional existente desde las elecciones de febrero, las personas de orden y encuadradas en los partidos de derechas y Falange, hacían cuanto podían para estar agrupadas y en contacto con jefes militares para caso de tener que defender sus vidas (…), procuraron establecer contacto también, pero al trasladar los regimientos, quedaron totalmente desarticulados, por lo que el capitán de infantería retirado, Rafael de Guadalfajara, vilmente asesinado después, se entrevistó en un céntrico local con el jefe del batallón ciclista, que por no conocerlo previamente, no fue todo lo explícito que las circunstancias aconsejaban, aun cuando después hiciera honor al uniforme y el 20 de julio se echase a la calle con sus tropas para ser fusilado cuando la milicianada entró en Alcalá. (Eso no es del todo exacto, pues fue fusilado después de ser condenado a muerte en un Consejo militar por haberse sublevado y haber fracasado en el intento). También algunos civiles habían establecido contactos con el sargento comandante de puesto de la Guardia Civil, pero tampoco culminó este intento porque todo la Guardia Civil de Alcalá y su comarca fue concentrada y trasladada a Madrid a primeros de julio”.

El día 20 de mayo llegaron, también vía férrea, los nuevos contingentes militares, que fueron recibidos, si no con entusiasmo, sí con curiosidad por parte del pueblo alcalaíno. El primero en llegar fue el Batallón Ciclista, al mando del teniente coronel Gumersindo Azcárate, amigo personal de Azaña. Estaba compuesto por ocho compañías, cinco de fusiles y bicicletas y tres de ametralladoras en camiones y motos, con un total de 910 hombres. Más tarde, ya de madrugada, llegó el 7º Batallón de Zapadores Minadores, al mando del coronel Monterde y compuesto por cuatro compañías con un total de 400 hombres. La presencia militar en Alcalá aumentó de forma considerable, pues se pasó de los 900 soldados de caballería que había inicialmente a más de 1.300 que sumaban los nuevos destacamentos. Así el Gobierno había conseguido alejar a un contingente de tropa potencialmente conflictivo, incrementando a la vez el número de soldados leales a la República, sobre los que en un futuro próximo recaería la responsabilidad de defender Madrid. Así estaba la situación militar en Alcalá de Henares en vísperas del 18 de julio de 1936, supuestamente bajo control.

Aquel 18 de julio era sábado. Aparentemente todo seguía igual. La gente pudo oír por la radio, el que la tuviese, la noticia de una lejana sublevación militar en Melilla que se había producido la tarde anterior  y lo comentarían en los corrillos que se formaron en la calle, cuando salieron a pasear o a tomar el fresco con las sillas a la puerta de sus casas; pero también pensarían, como estaba diciendo el Gobierno republicano, que era algo parecido a la intentona golpista de agosto de 1932, y que en unas horas el Gobierno iba a terminar con ese problema. Ni se imaginaban lo que les venía encima, y lo que vino fue una sublevación que, lejos de extinguir la conflictividad previa e imponer el orden supuestamente desaparecido durante los meses anteriores, cumplió más la función de pirómano que la de bombero, y prendió la mecha que dinamitaría la convivencia del país. Le siguió una dura respuesta popular. Y se exaltaron las pasiones y se caldearon los ánimos en la retaguardia que comenzaba a formarse allí donde no triunfó la sublevación. El domingo 19 la normalidad había desaparecido: no había periódicos, la siega se había detenido, los militares habían sido acuartelados y empezaban a asomar odios, semblantes de miedo y armas.

En Alcalá de Henares ese 20 de julio de 1936 es el día que eligen los oficiales del  7º Batallón de Zapadores- Minadores y del Batallón de Infantería Ciclista  para sublevarse. Ambos regimientos militares tenían al frente a dos militares de probada lealtad republicana: el primero estaba bajo el mando del teniente- coronel Mariano Monterde, que ejercía también el mando militar de la Plaza, y el segundo, al mando de Gumersindo Azcárate, sobrino del profesor y político republicano del mismo nombre, pero los oficiales a su mando siguieron el camino de la rebelión. Éstos tenían conocimiento de los preparativos y rumores que circulaban por los cuarteles desde las elecciones de febrero y habían mantenido contactos, antes de su traslado, con fuerzas derechistas de Salamanca y Palencia. Una vez en Alcalá habían establecido relaciones con otros oficiales de regimientos de Madrid, pero no existía un plan concreto de insurrección en el cantón alcalaíno. En la escuela de vuelos sí se encontraban militares comprometidos con la sublevación, como Rafael Gómez Jordana o los capitanes Carlos Haya y Joaquín García Morato, aunque estos últimos se encontraban fuera de la ciudad de vacaciones. Sin embargo, no hubo posibilidad de insurrección, pues días antes fueron detenidos algunos oficiales, entre ellos el alcalaíno Enrique Mata y el jefe del aeródromo Gómez Jordana, quien fue sustituido por el comandante Gómez Spencer, que era leal a la República.

Dos hechos fundamentales caracterizan la sublevación militar alcalaína: la desconexión con la sublevación del resto del país y la falta de apoyo por parte de grupos civiles de derechas en el momento de ocupar la población. Arrarás afirma que la sublevación en Alcalá se produjo tras oír los oficiales las proclamas de Mola en radio Segovia en el sentido de que la conquista de Madrid desde Somosierra era cosa de unos días y que se tomarían represalias contra aquellos oficiales que no se hubieran sumado a la sublevación. Esta razón explicaría el aislamiento y falta de relación con los sucesos producidos en los cuarteles de la capital dos días antes, hasta el punto de que ya había sido sofocada la insurrección madrileña cuando se produjeron los sucesos subversivos en Alcalá.

El lunes día 20 por la mañana, tras pasar el fin de semana acuartelados, el comandante militar de la Plaza Mariano Monterde recibió órdenes del Gobierno de sacar las tropas y dirigirse, por Cobeña y la carretera de Burgos, a Somosierra para combatir a las tropas de Mola. Todo estaba organizado. Había tenido una reunión el día anterior con el alcalde complutense, el socialista Pedro Blas, para que el Ayuntamiento facilitase a las tropas camiones para poder desplazarse a la zona, y éstos estaban preparados frente al Ayuntamiento (El Sol, 22 de julio de 1936). Pero la oficialidad ya estaba comprometida en la insurrección. La orden era que primero saliese  la 3ª Compañía de fusiles del Batallón Ciclista, al mando del capitán Isidro Rubio. Todos los oficiales se reunieron con el comandante Baldomero Rojo en la sala de banderas del cuartel. Al ver que las órdenes no eran obedecidas, acudió el teniente coronel Azcárate y comprobó que la oficialidad no obedecería puesto que su pretensión era salir todos juntos para unirse a las tropas de Mola. También acudió al cuarto de banderas el coronel Monterde, y comprobó la insubordinación de la oficialidad. Ambos jefes de los regimientos se negaron a sumarse al movimiento rebelde, pues su lealtad republicana estaba fuera de toda duda. Para hacer valer su mando, Monterde sacó su pistola, y los oficiales dispararon sobre los dos jefes militares, resultando muerto en el acto Monterde y herido gravemente Azcárate, aunque en un primer momento también le dieron por muerto. El jefe de la Plaza se convertía en la primera víctima de la sublevación alcalaína. Azcárate, una vez curado de sus graves heridas, sirvió fielmente al ejército republicano, hasta que murió en los combates por la toma de Bilbao en 1937. La mala suerte parecía perseguir a los militares que protagonizaron el complot alcalaíno, porque también Puigdendolas murió en extrañas circunstancias.

La guarnición quedó sublevada y tomó el mando de la misma el comandante Baldomero Rojo, quien redactó, junto a López Massot, el bando declarando el Estado de Guerra, que fue publicado en la Plaza de Cervantes. A continuación sacó las tropas a la calle y ocupó los lugares estratégicos de la población. La tropa estaba muy desconcertada, y algunos soldados habían salido del cuartel con el puño en alto y dando vivas a la República, pues algunos de los oficiales que les mandaban tenían un conocido pasado republicano. Así, el capitán Pedro Mohíno había pasado a la historia por ser quien portó la bandera tricolor en las fotografías del 14 de abril de 1931 en la Puerta del Sol y el capitán Isidro Rubio había estado en la sublevación de Jaca en 1930 con Galán y García Hernández. Mientras, el capitán Asensio fue al cuartel de Zapadores donde informó de lo sucedido a los capitales Salazar y Mohíno. Éstos detuvieron a los comandantes Besga y Fraile, sus superiores, así como al capitán Ramón Castro, que no quisieron sumarse a la rebelión, y les encerraron en el calabozo. Después de llevar a sus familias al cuartel para evitar los desmanes de la población, los oficiales ocuparon los siguientes lugares estratégicos: el Palacio Arzobispal, por su proximidad a la entrada de la ciudad por Madrid, donde fue emplazada una ametralladora; las oficinas de Correos y Telégrafos, donde el jefe Fernando Sancho y el oficial José Álvarez permanecían leales a la República, para controlar la información; la Plaza de Cervantes y el Ayuntamiento, ocupados por el capitán Mohíno, que había tomado el mando del batallón de Zapadores. Con él iba la banda de música y la bandera del batallón, que fue depositada en el Ayuntamiento, donde proclamaron el bando de guerra y retuvieron al alcalde Pedro Blas y a otros concejales del Frente Popular que estaban reunidos, con la intención de anular las posibles acciones en contra de la autoridad local. No pudieron evitar, sin embargo, que el alcalde Pedro Blas enviara en un taxi al ex alcalde republicano Juan Antonio Cumplido y al maestro socialista Francisco Pardinas a Madrid, para denunciar lo sucedido;  la calle Mayor y la Plaza de los Santos Niños, donde ocuparon la Iglesia Magistral e instalaron una ametralladora en la torre de San Justo, el lugar más alto y estratégico de la población. Otros oficiales permanecieron en los cuarteles protegiendo a sus familias, y allí sufrieron algún bombardeo por aviones del cercano aeródromo, donde su nuevo jefe, Gómez Spencer, organizó pronto la defensa de la población mediante dos vías: aérea, con ataques de los aviones de la escuela sobre el cuartel y otros puntos donde se habían atrincherado los sublevados, y otra terrestre, mediante la organización de una columna al mando del teniente Valle que avanzó sobre la ciudad. Las tropas que quedaron en el aeródromo fueron puestas bajo el mando del teniente Pruñorosa. Durante el despliegue de las tropas por la ciudad los sublevados mantuvieron algunas escaramuzas con algunos jóvenes de izquierdas pobremente armados, que finalmente optaron por acudir al aeródromo, único foco de resistencia gubernamental en Alcalá.

La sublevación militar, a pesar del amplio despliegue por la ciudad, estaba condenada al fracaso por dos principales motivos: el primero, por su retraso de dos días con respecto a la insurrección en Madrid, que ya había sido sofocada, con lo que los milicianos y las tropas leales a la República que habían vencido a los golpistas madrileños, pertrechados con las armas cogidas de los cuarteles y envalentonados con la victoria, dirigieron sus fuerzas primero contra Alcalá y luego contra Guadalajara; el segundo, ese mismo retraso posibilitó la defensa desde el aeródromo alcalaíno y el bombardeo de los insurrectos, provocando la desmoralización de los soldados y su paulatina deserción.

En efecto, el martes 21 de julio había salido del Ministerio del Ejército una heterogénea columna al mando del coronel Puigdendolas. Estaba compuesta por militares profesionales, entre ellos el grupo de artillería que el teniente Jurado reunió en Retamares después de la rendición de los cuarteles de Campamento, guardias civiles y de Asalto y un nutrido grupo de milicianos. García Saldaña, en su crónica Los mil días. La columna Puigdendolas entra el Alcalá, afirma que eran poco menos de dos mil hombres y que no llevaban artillería. Otras fuentes, como los propios militares sublevados, hablan de cuatro mil hombres, y algún caso un poco exagerado, como el capitán Enrique Sánchez, de 25.000, con tanques y carros blindados. En su camino hacia la ciudad complutense la columna iba dejando retenes por donde pasaba: en los puentes sobre el Jarama, en Torrejón y en los dos puentes del Torote, deteniéndose al llegar a las proximidades del Camarmilla. Allí el coronel Puigdendolas decidió fraccionar la columna en tres partes: una entró en la ciudad por el norte, a través del puente de la carretera de Camarma, otra por el sur a través del puente de Zulema, y la última, al mando del propio coronel, quedó como retaguardia en el arroyo Camarmilla.

Puigdendolas es el militar que ha quedado asociado a la victoria sobre los rebeldes alcalaínos, no sólo por encabezar la columna que vino a desde Madrid, sino por su valor para interponerse, pistola en mano, entre los militares sublevados que habían sido detenidos y la multitud enfurecida que quería acabar con su vida. En ese momento el coronel iba a encarnar lo poco que quedaba de legalidad republicana y luchaba porque ese resto de orden del régimen constitucional se impusiera a los intentos revolucionarios de las milicias con su particular idea de justicia. Ildefonso Puigdendolas y Ponce de León había nacido el 15 de enero de 1876 e ingresó en la Academia de Infantería de Toledo en 1892. Tras pasar por destinos en Vitoria y Sevilla, en 1936 era coronel e inspector del Cuerpo de Asalto, hasta que en mayo pasó a situación de disponible en Madrid. Era masón, de ideas izquierdistas y estaba afiliado a la UMRA (Unión Militar Republicana Antifascista). El 21 de julio, como se ha señalado, fue puesto al frente de la columna mixta que liberó Alcalá de Henares y Guadalajara. Horas más tarde el coronel partió para Badajoz para hacerse cargo del mando de la 2ª Brigada de Infantería. Allí se encontraba cuando la ciudad fue atacada por las fuerzas de Yagüe, y tuvo que huir junto con el Gobernador Civil a la cercana Portugal, desde donde embarcó hacia Tarragona a mediados de octubre. Poco después era nombrado jefe del sector de Illescas. En Torrejón de la Calzada murió el 29 de octubre de ese mismo año en 1936 en un extraño episodio, ya que, según Guillermo Cabanellas en su libro La guerra de los mil días, “pretende, arma en mano, reprimir uno de los ataques de pánico que precipitaban la retirada de los milicianos”, por lo que es probable que fuera asesinado por éstos.

Para derrotar a los insurgentes alcalaínos, además de la columna mixta al mando de Puigdendolas, habían salido de Madrid, en camiones y coches requisados, las milicias de Ventas y Vallecas que habían participado en el asalto y toma del cuartel de la Montaña. De ahí procedían las armas y municiones que portaba el grupo. Fueron los primeros en llegar a Alcalá, entrando en la ciudad por la Puerta de Madrid. Después de desalojar al pueblo alcalaíno de las casas cercanas, se desplegaron en orden de guerrilla, pero al aproximarse fueron repelidos por los militares rebeldes que tenían una ametralladora en uno de los torreones del palacio Arzobispal. Sufrieron algunas bajas, pues los milicianos tenían mucho entusiasmo, pero poca instrucción y poco conocimiento de táctica militar, por lo que decidieron retirarse al puente de San Fernando y esperar refuerzos. Allí se encontraron con un autobús lleno de guardias civiles que formaban parte de la columna mixta de Puigdendolas. A pesar de la desconfianza mutua, se unieron para reintentar otro ataque por la Puerta de Madrid; pero no encontraron resistencia, pues ya la tropa había desertado y los oficiales rebeldes habían decidido la rendición. Ante la superioridad de las tropas atacantes, los bombardeos de la aviación republicana y la deserción de la tropa, el comandante Rojo decidió enviar a tres oficiales a parlamentar con el coronal Puigdendolas y entregarse. Los jefes y oficiales sublevados permanecieron una noche en el puesto de la Cruz Roja y en el contiguo Hotel Cervantes, pues eran 43 los oficiales detenidos y no cabían en un solo lugar, siendo custodiados por guardias de asalto venidos con la columna Puigdendolas, quien, como hemos señalado, se impuso para que la vida de los detenidos fuera respetada.  Al día siguiente fueron trasladados a distintas cárceles madrileñas.

El juicio contra ellos pasó a la historia por ser el segundo que se realizó bajo un Tribunal Popular, tribunales que habían sido creados por el gobierno republicano el 23 de agosto, tras los sucesos de la cárcel Modelo de Madrid. Ese mismo día se constituyó el tribunal para juzgar la rebelión militar contra el Estado republicano que se había producido en Alcalá de Henares. Constituyeron el tribunal el presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, junto a dos representantes de cada una de las organizaciones obreras y partidos políticos integrantes del Frente Popular, así como un representante de la FAI, uno de la CNT u dos miembros del Tribunal de Derechos. El lugar del juicio fue la cárcel Modelo de Madrid, y en él fueron juzgados los principales acusados de la sublevación de Alcalá de Henares: el comandante Baldomero Rojo Arana y los capitanes Pedro Mohíno Díaz, Isidro Rubio Paz y Juan Aguilar Gómez. Algunos adujeron en el juicio un glorioso pasado republicano, como ya hemos señalado, pero a pesar de los méritos alegados, los delitos de rebelión militar estaban claros, y se dictó pena de muerte para todos los oficiales acusados. Fueron ejecutados el 24 de agosto de 1936 (AHN. Causa General. Leg. 1538/2). El ABC tituló así este juicio: “Varios juicios sumarísimos en la cárcel Modelo. Tres ex capitanes y un ex comandante condenados a muerte por los sucesos de Alcalá de Henares” (ABC, 25 de agosto de 1936).

Dos días después del fusilamiento de los cabecillas del movimiento sedicioso, el 26 de agosto de 1936, comenzó el juicio contra los oficiales del Batallón Ciclista de Alcalá de Henares. Ante el Tribunal comparecieron los capitanes Emilio Asensio Poncéliz, Adolfo del Corral Hermida, Juan López Massot, Miguel del Hoyo Villamediel, Enrique Sánchez García y José Nozaleda de Sedas; los tenientes Juan Fernández Pérez, Justiniano Pérez Flores, Amntonio Lambea Luengo, Julio Jiménez Fernández, Ricardo Núñez Cortés, Antonio Feijoo Bolaños, José García del Paso, Higinio Hernando Clemente y Quirino Alcalde Villacorta; y los alféreces José Antonio Espín Muñoz, Pedro Calzada Sanz, José Pedraza Paredes, Antonio Romero Torrico, José Paz Rodríguez, Máximo Miguel Martín, Manuel González Pedrouzo y Julián Martínez Pérez. La mayoría reconoció la existencia de un complot militar, y únicamente el alférez Julián Martín reconoció que se presentó ante el alcalde de la ciudad, Pedro Blas, y que le informó de la actitud de sublevación que presentaban los batallones. En el juicio fueron condenados a muerte los capitanes Asensio, Corral, López Massot, del Hoyo y Nozaleda, así como los tenientes Fernández Pérez y Pérez Flores. El resto fueron condenados a cadena perpetua, excepto Julián Martín que fue absuelto (AHN. Causa General. Leg. 1508/1).

A principios de septiembre de 1936 se celebró el juicio contra  el Batallón de Zapadores sublevado en Alcalá. Ante el tribunal comparecieron el comandante Federico Besga Uranga, los capitanes Ramón Salazar Marcos y Ramón Castro Columbié, los tenientes Manuel Ponce Casares, Luis Marián Fernández, Valentín Santiago Antón y Antonio Caudevilla Gorrindo, y los alféreces José Martín Vacas, Enrique Elena Seco y Eusebio Fernández Gómez. Esta vez no se dictaron penas de muerte. Se dictó reclusión perpetua contra el capitán Salazar, contra los tenientes Ponce, Antón y Caudevillas y contra los alféreces Elena y Fernández López. Al comandante Besga y al capitán Castro se les condenó a seis años de cárcel y al alférez Martín, a tres. Con estos juicios se cerró el capítulo de la fallida sublevación en Alcalá de Henares, aunque no fueron los últimos muertos entre los militares rebeldes de Alcalá, pues otros caerían víctimas de las sacas de presos de diversas cárceles madrileñas que acabaron en el aciago mes de noviembre de ese mismo año 1936 en unas fosas en Paracuellos del Jarama. Allí acabaron Enrique Elena Seco, Quirino Alcalde Villacorta, Pedro Calzada Sanz, José Paz Rodríguez y Antonio Lambea Luengo. Si les sumamos el cadete y el alférez asesinados cuando iban a entregarse en el cuartel, son dieciocho los muertos entre los militares golpistas, de los cuales únicamente seis figuran en las dos lápidas de “caídos por Dios y por España” que hasta la reciente restauración del convento de las Bernardas adornaban la fachada a cada lado de la puerta de entrada a la iglesia. En la posguerra, concretamente en agosto de 1939, se les rindió un homenaje y se ofició una misa de campaña en su memoria, según nos informa el ABC.

Una vez rendidos los cuarteles alcalaínos, la columna venida de Madrid se dividió en dos grupos: uno, al mando del teniente de aviación Valle, fue a Somosierra, y otro siguió hacia Guadalajara para acabar con la sublevación en esa ciudad. Uno de los primeros actos de la multitud al producirse la rendición fue la toma del estandarte del batallón de ingenieros zapadores que los sublevados habían izado en el balcón del ayuntamiento. La bandera fue paseada por las calles y posteriormente trasladada a Madrid por el comandante Rexach, quien la entregó al subsecretario de Gobernación Osorio Tafall para que éste la colocase en el balcón del Ministerio de Gobernación.

La victoria republicana sobre el movimiento subversivo alcalaíno fue ampliamente difundida por la prensa madrileña de la época entre los días 21 y 23 de julio, a veces de forma exagerada  para resaltar los méritos propios, e igualmente fue objeto de despliegue gráfico en las revistas ilustradas Estampa y Crónica. Algunos de los titulares eran del siguiente tenor: “La columna de las fuerzas leales entra victoriosa en Alcalá de Henares. Los rebeldes sufrieron enormes pérdidas y les fueron tomados muchos fusiles y ametralladoras” (La Voz); “La rebelión militar en Alcalá de Henares. Los sediciosos se hicieron fuertes en tres estratégicos edificios de la población, entre ellos la catedral” (El Sol) . En este caso el relato del enviado de la agencia Febus se acercaba algo a la verdad cuando reconocía que no opusieron al ataque de las tropas leales y milicias una gran resistencia; “Otra jornada gloriosa. Al empuje victorioso de las fuerzas adictas y de las heroicas milicias obreras, fueron destrozados ayer los núcleos rebeldes de Alcalá de Henares, el Pardo y Gijón” (La Libertad). Poco más adelante, a las doce y media del martes día 21, el Ministerio de Gobernación difundía una versión radiofónica en la que se decía: “En este momento, la columna que se había enviado para someter a los facciosos de Alcalá entra victoriosa en ese pueblo. La artillería y la aviación cooperaron intensamente. Los rebeldes están atrincherados en el Ayuntamiento, la iglesia de Santa María, el Archivo General Central y la catedral de San Justo. Los rebeldes sufrieron cuantiosas pérdidas y se les ocuparon gran número de fusiles y de ametralladoras que tenían emplazadas en las torres de las iglesias…”. Empezaba la batalla entre los dos bandos y el empleo de la propaganda iba a ser una de las principales armas empleadas.

La sublevación alcalaína ocasionó varias víctimas, y el juez municipal traslucía en la correspondencia cruzada con el alcalde Pedro Blas una gran preocupación por la acumulación de cadáveres en el cementerio municipal ese 21 de julio. Sugería ante ese problema prescindir del formalismo legal de la autopsia, admitir todos los cadáveres en el cementerio, cualquiera que fuese su forma de entrada, hacer un reconocimiento médico previo y luego comunicar al juzgado el lugar de inhumación de cada uno para facilitar la futura localización de los mismos por parte de los familiares. ¿Quiénes fueron esos muertos que aparecieron en el cementerio ese 21 de julio de 1936? Fueron identificados como los milicianos Antonio Galán Solera, Ángel Murillo Castaño, Antonio Cabañero Meco (según testimonio oral, no era un miliciano, sino un conductor de Alcalá al que obligaron a conducir un coche con milicianos hasta Guadalajara), Emilio Salabert Rodríguez, un soldado del aeródromo ingresado en el hospital de sangre instalado en el convento de las Adoratrices y otro más del que se desconocía la identidad, así como Jesús Pozas Villarubia, guardia de asalto. También falleció al ser alcanzado fortuitamente por los disparos Gregorio González Jadraque, un herrador de 69 años que al parecer era un poco sordo y salió de su casa cerca de la Puerta de Madrid en pleno tiroteo.

El resto de las víctimas se produjo como consecuencia del fenómeno represivo que estalló una vez sofocada la rebelión militar. Así, fueron asesinados un cadete y un alférez que volvían al cuartel para entregarse, el coadjutor de la parroquia de San Pedro, Pedro García Izcaray; el sacristán Tomás Plaza, tres sacerdotes canónigos de la Magistral y el padre de uno de ellos. Iglesia y ejército eran los principales enemigos de la revolución que se quería llevar a cabo.   Los milicianos ocupaban las calles y requisaban las existencias de comercios y bares. Empezaron los registros y los saqueos en los domicilios de personas de derechas, y en la misma tarde del 21 de julio empezó a arder la Magistral. Alcalá de Henares permaneció 29 meses en la zona republicana y aunque no fue frente de guerra, padeció todos los horrores que sufrió la retaguardia: represión, fuerzas militares ocupando los principales edificios de la ciudad, bombardeos de la aviación nacional, problemas de abastecimientos, nuevas formas de explotación económica como colectivizaciones e incautaciones, destrucción de su patrimonio histórico…pero eso da para otra historia, y es mucho más larga y compleja.

NOTA: Se ha prescindido de la mayoría de las notas documentales y bibliográficas para dar más agilidad al texto. La mayoría de la información está sacada de LLEDÓ COLLADA, Pilar (1999): Alcalá en Guerra, Brocar. Ahí puede el lector interesado comprobar las referencias documentales y bibliográficas. Las imágenes que aparecen en este artículo ya han sido reproducidas con anterioridad, bien en el libro reseñado, bien en PÉREZ, Ángel (2012): Alcalá en la II República. Fotografías de Paz y Guerra, edición propia.